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UROBORO
Uróboros


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| | LEPTONES | QUARKS |
|------------|---------------------------------|-----------------------|
|FAMILIA I | electrón |neutrino del electrón | arriba | abajo |
|------------|----------|----------------------|-----------|-----------|
|FAMILIA II | muón |neutrino del muón | extraño | encanto |
|------------|----------|----------------------|-----------|-----------|
|FAMILIA III | tau |neutrino del tau | cima | fondo |
|----------------------------------------------------------------------|
UROBORO
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El
uróboros, también ouroboros, del griego «ουροβóρος», uróvoro, de oyrá,
que quiere decir cola y borá, que significa alimento, es un símbolo que
muestra a un animal serpentiforme, engullendo su propia cola,
conformando con su cuerpo una forma circular. El uróboros simboliza el
esfuerzo eterno, la lucha eterna, o el esfuerzo inútil, ya que el ciclo
vuelve a comenzar a pesar de las acciones para impedirlo.
Uróboros.
En la iconografía alquímica el color verde se asocia con el principio
mientras que el rojo simboliza la consumación del objetivo del Magnum
Opus (la Gran Obra).
Xilografía de un uróboros, por Lucas Iennisius.
El
Uróboros, es un concepto empleado en diversas culturas a lo largo de al
menos los últimos 3000 años. Engloba varios conceptos similares y otros
que no están relacionados y han sido asimilados recientemente por el
cine y la televisión. Generalmente un dragón representado con su cola en
la boca, devorándose a sí mismo. Representa la naturaleza cíclica de
las cosas, el eterno retorno y otros conceptos percibidos como ciclos
que comienzan de nuevo en cuanto concluyen. El mito de Sísifo. En un
sentido más general simboliza el tiempo y la continuidad de la vida. Se
usa como representación del renacimiento de las cosas que nunca
desaparecen, solo cambian eternamente.
•
En un principio su uso más antiguo estaba en la emblemática serpiente
del Antiguo Egipto y la Antigua Grecia. Los uróboros se remontan a los
jeroglíficos hallados en la cámara del sarcófago de la pirámide de Unis,
en el 2300 a. C. El símbolo tradicional consiste en un dragón o una
serpiente que se muerde la cola y crea un círculo sin fin.
•
Igualmente se puede encontrar un mito similar en la mitología nórdica.
En esta mitología, la serpiente Jormungand llegó a crecer tanto que pudo
rodear el mundo y apresarse su propia cola con los dientes. Este mito
fue divulgado más ampliamente por la literatura de entre guerras del
siglo XX. El deseo por la consecución del saber oculto, llegar a encarar
las fuerzas elementales de la naturaleza, temibles y monstruosas, pero
que finalmente conducen hacia la debilidad y la culpa.
•
El Uróboros representa la personificación de fenómenos naturales como
el sol, las olas del mar, etc., subiendo hasta cierta altura y entonces
cayendo bruscamente, para volver a empezar. Esto lo relaciona con el
mito solar de Sísifo y Helio, el disco del sol que sale cada mañana y
después se hunde bajo el horizonte. Sísifo fue obligado a empujar una
piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero antes que
alcanzase la cima de la colina, la piedra rodaba de nuevo hacia abajo, y
Sísifo tenía que empezar desde el principio.
En la cultura popular
Un
gusano, un pez, dragón, serpiente, o animal de forma alargada más o
menos serpentiforme cubierto de escamas, pelo, con patas o sin ellas
etc. Se le ha representado en multitud de colores, con su propia cola
introducida en la boca formando así un círculo. Esto significaría que
continuamente se esta tragando a si mismo, lo que da lugar a que se use
como representación del renacimiento de las cosas que nunca desaparecen,
sólo sufren transformaciones eternamente. La pescadilla que se muerde
la cola. En la mitología nórdica, se le define como worm; gusano.
•
Es el símbolo oficial de la desaparecida serie de TV Millenium, siendo
en un capítulo de la segunda temporada ampliamente descrito en su
significado mitológico.
• En
la serie de televisión estadounidense Lost (Perdidos), Eloise, la madre
de Daniel Faraday, llevaba un broche de oro llamado Uróboro, un antiguo
símbolo de la naturaleza cíclica de las cosas y el eterno retorno, que
en la serie hace referencia al ciclo de Eloise, su hijo y los demás
protagonistas.
• En la serie de televisión The X-Files, la agente del FBI, Dana Scully, se tatúa un uróboro en la parte baja de la espalda.
•
En el libro «La Historia Interminable» de Michael Ende, el Áuryn,
símbolo de la emperatriz infantil que gobierna el reino de Fantasía,
está compuesto por dos serpientes que se entrecruzan y se devoran a si
mismas. También puede verse en las adaptaciones realizadas para el
celuloide.
• El escritor
inglés de origen irlandés, Eric Rucker Eddison, publicó en 1922 una
novela de mucho éxito titulada «La serpiente Uróboros», de ambientación
épica, sirvió para divulgar el mito en el mundo anglosajón, entregándose
desde entonces al estudio de la misma, varias generaciones de
profesores universitarios. Se considera un antecesor de la obra de
Tolkien. E. R. Eddison, (1882-1945) fue funcionario de la Cámara de
Comercio británica, y también investigador de temas islandeses,
apasionado de Homero y Safo, y montañista.
•
Es usado en el manga y anime de Full Metal Alchemist como símbolo de
los Homúnculos, Humanos artificiales creados a partir de una piedra
filosofal por Father (manga)/los restos de una transmutación humana
(anime).
• En la práctica de
la alquimia, expresa la unidad de todas las cosas, las materiales y las
espirituales, que nunca desaparecen sino que cambian de forma en un
ciclo eterno de destrucción y nueva creación, al igual que representa la
infinitud.1 El texto más antiguo donde aparece es en la Chrysopoeia
«fabricación del oro», un tratado alquímico del siglo II, escrito en
Alejandría por Cleopatra. Muestra la inscripción griega εν το παν, hen
to pan, «todo es uno», y aparece mitad blanco, mitad negro, mostrando la
dualidad presente en todo.2 En algunas representaciones el animal se
muestra con una mitad clara y otra oscura haciendo recordar la dicotomía
de otros símbolos similares como el yin y yang. En la Alquimia, el
Ouroboros simboliza la naturaleza circular de la obra del alquimista que
une los opuestos: lo consciente y lo inconsciente. Siendo igualmente un
símbolo de purificación, que representa los ciclos eternos de vida y
muerte.
• En la película de
Roman Polanski de 1999, "The ninth gate" ("La novena puerta") en el
libro sobre el cual gira la trama del filme, titulado "De vmbrarvm regni
novem portis", se ve una remiscencia estilizada del Uróboros, en la
portadilla interna del libro, hay una xilografía donde se ve un árbol
con una serpiente enroscada en él que se está mordiendo su propia cola:
la serpiente, se enrosca formando unas figuras parecidas a varios
números ochos entrelazados unos con otros, muy similar a cómo se
enroscan las dos serpientes presentes en el Caduceo del dios Mercurio.
•
En el videojuego Resident Evil 5, es presentado un virus llamado
Uróboros, el cual consiste en una infinidad de gusanos capaces de
devorar toda la materia orgánica alrededor de ellos, creando y dando
forma a una grotesca masa uniforme de éstos.
Uróboros: la serpiente que se devora a sí misma
Manuel Alfonseca, {Manuel.Alfonseca@ii.uam.es}
En
la primera mitad del siglo XIV, el filósofo inglés Guillermo de Occam
(1280-1349) formuló el principio de la parsimonia, llamado también, en
su honor, la navaja de Occam. Este principio se ha enunciado de muchas
maneras. Una de las más conocidas dice así:
Entre
dos explicaciones diferentes del mismo fenómeno, preferiremos la que
recurre a menos entidades, pues es más probable que sea la verdadera.
Hoy,
la Ciencia moderna reconoce en el principio de la parsimonia una de sus
herramientas fundamentales, cuya aplicación le ha proporcionado grandes
triunfos. Aunque Occam fue el primero en formularlo explícitamente, su
principio no era nuevo: desde la más remota antigüedad, el hombre se ha
sentido atraído por el convencimiento de que, en el fondo, la naturaleza
tiene que ser sencilla.
Es
verdad que la variedad del universo es enorme, pero no es difícil darse
cuenta de que muchos objetos pueden descomponerse en partes más simples.
Tan pronto despertó el interés científico por el mundo, se alcanzó la
conclusión inevitable de que todos los cuerpos materiales deberían estar
formados por mezcla o combinación de unos pocos elementos. Cuando esta
tendencia se llevó hasta el extremo, surgieron las corrientes
filosóficas monista y dualista. La primera (cuyo nombre deriva de la
palabra griega monos, uno) reduce todo lo que existe a una componente
única; la segunda (de duo, dos), a la mezcla de dos componentes
antagónicas.
Los cuatro elementos de Empédocles de Agrigento
La
Ciencia, que hasta hace pocos siglos se confundía con la Filosofía, se
vio arrastrada a estas concepciones. Hacia el año 450 antes de Cristo,
el filósofo griego Empédocles de Agrigento afirmó que todos los objetos
materiales están formados por la mezcla en distintas proporciones de
cuatro sustancias elementales: tierra, agua, aire y fuego. Las tres
primeras representan los estados físicos más conocidos de la materia:
sólido, líquido y gaseoso; el fuego puede considerarse la representación
de la energía.
Estos
elementos aparecerían en estado puro en unos pocos objetos, pero se
combinan en diversas proporciones para formar todos los demás. Se
suponía que el cuerpo humano estaba constituido predominantemente por el
elemento tierra (la carne y los huesos), pero también por agua (la
sangre y los demás humores), aire (que adquirimos al inspirar y perdemos
en la expiración y la transpiración) y fuego (que desprendemos en forma
de calor).
Hacia el año 400
antes de Cristo, el filósofo griego Demócrito de Abdera pensó que la
materia no puede dividirse indefinidamente: más pronto o más tarde se
reduce a partículas que Demócrito llamó átomos, que en griego significa
indivisibles. Según su teoría, habría tantas clases de partículas
diferentes como de elementos. Sin embargo, las opiniones de Demócrito se
adelantaron dos mil años a su época, no fueron aceptadas por sus
contemporáneos y durante mucho tiempo cayeron en el olvido. Sus escritos
se han perdido: de sus setenta y dos obras, tan sólo se conservan
algunos fragmentos. Lo que sabemos de sus teorías ha llegado hasta
nosotros a través de otros autores.
Medio
siglo después de Demócrito, Aristóteles (384-322 a. de J.C.) añadió un
quinto elemento a los cuatro de Empédocles: el éter, constituyente
básico del cielo y de los cuerpos celestes. Con este añadido, la teoría
de los elementos alcanzó su forma definitiva y se mantuvo básicamente
inalterada durante casi dos milenios.
Aunque
los cuatro elementos fundamentales podían mezclarse en proporciones
variables en un mismo cuerpo, cada uno predomina especialmente en una
región determinada del universo. En el centro (tal como entonces lo
concebían) se acumula el elemento más pesado, la tierra, sobre la que se
extiende la delgada capa líquida de las aguas dulces y marinas. A
continuación viene la esfera del aire, la atmósfera, y por último la del
elemento más ligero, el fuego. El límite de los cuatro elementos
materiales venía fijado por la órbita de la luna. A partir de ese punto
comenzaba el mundo de los astros, al que correspondía el éter.
Los elementos en la Alquimia islámico-medieval
La
Alquimia, ciencia madre de la Química moderna, nació en Oriente próximo
hace miles de años. Su origen está envuelto en la leyenda: su invención
se atribuye al dios egipcio Thot o, en versión griega, Hermes (el
Mercurio romano), a quien se aplica en los textos alquímicos [1] el
apelativo de Trismegistos, el tres veces grande.
La
Alquimia gozó de gran auge durante los últimos siglos del imperio
romano de Occidente. A la caída de éste, la mayor parte de los textos se
perdieron, aunque la joven civilización islámica heredó muchos de los
conocimientos atesorados en las grandes bibliotecas de Oriente y se
apoyó en ellos para desarrollar su ciencia y su filosofía. De esta forma
apareció una escuela alquímica árabe [2], que dio a esta ciencia su
nombre: al-kimiya, que quizá descienda del egipcio kˆme (tierra negra).
La
influencia árabe ha quedado grabada de forma perdurable en numerosos
términos químicos que aún utilizamos: alcohol, álcali, bórax, elixir...
Estos nombres, así como otros conocimientos alquímicos, llegaron a
Occidente a través de España, junto con los textos de Aristóteles, hacia
finales del siglo XII.
La gran obra alquímica
La
Alquimia medieval islámica y occidental mantuvo la idea de cuatro
elementos fundamentales, pero representó lo sólido por la sal; lo
líquido por el mercurio; y lo gaseoso por el azufre, sustancia muy
combustible que al arder se transforma en un gas. El fuego continuó
siendo la representación tangible de la energía.
Si
todos los cuerpos son mezclas de los cuatro elementos en distintas
proporciones, razonaban los alquimistas, debería ser posible en
principio variar estas proporciones mediante acciones alquímicas, hasta
obtener cualquier sustancia. En particular, dedicaron grandes esfuerzos a
tratar de transformar el plomo en oro, para lo cuál juzgaban que era
preciso aumentar la proporción del elemento fuego en el primero de estos
metales.
El taller del
alquimista difería bastante del laboratorio químico moderno. Su
instrumento fundamental era el horno (atanor), donde se sometían a
cocción los preparados durante largos períodos de tiempo. También se
utilizaban el crisol y la retorta, hoy prácticamente abandonados, y el
fuelle, que servía para dirigir la llama. En los escritos alquímicos,
cada ingrediente tenía su símbolo. La mayor parte de ellos han caído en
desuso, pero algunos, como los dos que representaban lo masculino y lo
femenino (así como los planetas Marte y Venus, y los metales hierro y
cobre), mantienen su vigencia en otras ciencias.
La
obtención de oro no era la meta fundamental de la Alquimia medieval. El
alquimista tenía objetivos más importantes que el mundano y
materialista de enriquecerse. La piedra filosofal [3], capaz de
convertir el plomo en oro, era al mismo tiempo el elixir de la eterna
juventud, la panacea que curaba todas las enfermedades y el disolvente
universal. Se trataba, en realidad, de un quinto elemento
(quintaesencia), capaz de producir alteraciones fundamentales en los
otros cuatro por su solo contacto.
Muchos
alquimistas dedicaron largos años a intentar conseguir la piedra
filosofal. Las obras que escribían están escritas en lenguaje hermético y
llenas de símbolos misteriosos, sólo comprensibles para los iniciados
[4] [5] [6]. El dragón, por ejemplo, representaba la materia en estado
primitivo, caótico. El águila es el espíritu o vapor que se eleva. El
cuervo representa el color adquirido por la mezcla tras la primera fase
de la operación alquímica.
Uno
de estos símbolos, muy antiguo, pues se remonta a la civilización
egipcia, es una serpiente o dragón que adopta una disposición circular,
con la cola introducida en la boca, para indicar que continuamente se
devora a sí misma y renace de sí misma. Se llama por ello Uróboros (del
griego oyrá, cola, borá, alimento), y representa la unidad de todas las
cosas materiales y espirituales, que no desaparecen nunca, sino que
cambian de aspecto en un ciclo perpetuo de destrucción y creación.
Pero
la tarea fundamental de la obra alquímica, al menos para algunos
iniciados, era la transformación del alquimista. Las operaciones con
retortas, crisoles y alambiques no eran otra cosa que un método ascético
largo y difícil, que llevaría poco a poco al adepto hasta las alturas
de la unión mística con la divinidad.
Aunque
la introducción de elementos místicos llevó al descrédito de la
Alquimia como ciencia experimental, los avances obtenidos por los
alquimistas forman una lista impresionante: ellos descubrieron los
ácidos nítrico, sulfúrico y clorhídrico, el agua regia, el antimonio, el
fósforo, la pólvora y muchas sustancias más.
El concepto de elemento en la Química moderna
El
siglo XVIII fue testigo del nacimiento de la moderna ciencia de la
Química. El progreso de la técnica puso a disposición de los
investigadores herramientas cada vez más potentes, que les permitieron
descomponer muchas sustancias en otras más sencillas. Se descubrió así
que los tres elementos materiales de los griegos (la tierra, el agua y
el aire), así como la sal de los alquimistas, eran cuerpos compuestos.
El azufre y el mercurio, sin embargo, junto con los restantes metales
conocidos, no pudieron descomponerse.
Se
impuso entonces un nuevo concepto de elemento: toda sustancia cuya
descomposición sea imposible por medios químicos. Pronto se comprobó que
su número era bastante mayor que los cuatro de los griegos. En 1750, se
conocían quince: los siete metales conocidos desde la antigüedad (oro,
plata, cobre, hierro, estaño, plomo y mercurio) y otros tres
descubiertos recientemente (cobalto, platino y zinc). Los cinco
elementos restantes eran el azufre, carbono, arsénico, antimonio y
fósforo. Los dos primeros se conocían de antiguo en estado puro, los
otros tres fueron descubiertos por los alquimistas antes del año 1700.
El
nuevo concepto de elemento químico trajo como consecuencia el abandono
de la gran obra alquímica. En efecto, si tanto el plomo como el oro eran
cuerpos simples, sería imposible convertir uno en el otro. Los
elementos habían de ser, por definición, intransmutables.
Durante
la segunda mitad del siglo XVIII, el número de elementos químicos
conocidos se duplicó, alcanzando en 1800 la cifra de treinta y uno. El
éxito más señalado de este período fue la descomposición del agua y del
aire. Después de varios intentos en falso, se reconoció que la primera
está constituida por la combinación de dos gases elementales: el
hidrógeno y el oxígeno. El aire resultó ser una mezcla formada
principalmente por oxígeno y otro cuerpo simple: el nitrógeno. Con ello,
los cuatro elementos de la antigüedad desaparecieron del catálogo de
los elementos químicos conocidos, que siguió aumentando hasta
sobrepasar, en nuestros días, el número de un centenar.
La resurrección de la teoría atómica
En
1803, el científico inglés John Dalton (1766-1844) razonó de la
siguiente manera [7]: si la materia fuese continua, no habría ninguna
razón para que dos elementos no puedan unirse en proporciones
arbitrarias. Sin embargo, esto no ocurre: unos elementos reaccionan con
otros en proporciones fijas y determinadas. Si existiesen los átomos de
Demócrito, es posible que cada elemento químico posea átomos iguales
entre sí, pero diferentes de los de otros elementos. Un átomo de un
elemento podría unirse con uno, dos o tres de otro elemento, pero no en
proporciones arbitrarias.
Para
Dalton, los átomos de un elemento químico son esferas macizas y
homogéneas que se combinan para formar moléculas, palabra latina que
significa masa muy pequeña. Hay tantas clases diferentes de átomos como
de elementos, cada uno de los cuales tiene su propia masa atómica.
Dalton representaba los átomos de los elementos químicos mediante
círculos, dentro de los cuales escribía algún símbolo diferencial: un
punto para el hidrógeno, un interior oscuro para el carbono, una letra
inicial para la mayor parte de los restantes. Las moléculas de los
compuestos químicos las representaba colocando, unos al lado de otros,
los símbolos de los átomos. Más tarde, Berzelius suprimió los círculos,
dando origen a la representación simbólica actual, que utiliza una o dos
letras.
En 1828, un
discípulo de Berzelius, Friedrich W”hler, conseguió sintetizar la urea a
partir de sustancias inorgánicas, demostrando que la materia que forma
parte de los seres vivos puede obtenerse fuera de éstos, lo que dio
lugar a la aparición de una nueva ciencia: la Química Orgánica. Poco
después, Friedrich August Kekulé demostró que el átomo de carbono tiene
cuatro enlaces que le permiten unirse con otros átomos, como el
hidrógeno, el oxígeno, el nitrógeno, o el propio carbono. Gracias a
esto, el carbono puede formar cadenas muy largas, y existe un número
incalculable de especies químicas orgánicas diferentes basadas en él,
muchas más que las especies inorgánicas, a pesar de que éstas se basan
en casi un centenar de elementos.
Pero
había una sustancia orgánica muy importante, el benceno, que no se
adaptaba a las teorías de Kekulé. Se sabía que el benceno está compuesto
por seis átomos de hidrógeno y seis de carbono, pero no había manera de
explicar esa composición por medio de cadenas longitudinales, como las
de los restantes hidrocarburos. Por fin, una noche de 1865, Kekulé soñó
que los seis átomos de carbono formaban la figura de una serpiente que
se muerde la cola, y al despertar comprendió que la molécula del benceno
tiene forma de anillo. De este modo tan curioso, el viejo símbolo
alquímico de Uróboros volvió a tener influencia sobre la Química
moderna.
La división del indivisible
A
principios del siglo XX, el número de elementos químicos diferentes
había proliferado tanto, que los científicos se sentían incómodos. El
hombre tiene la sensación de que la base fundamental del universo, si
pudiéramos llegar a ella, tiene que ser muy simple. Todo el edificio
debería estar montado sobre unos pocos sillares. Los cuatro o cinco
elementos de la antigüedad eran un buen intento, pero desgraciadamente
había resultado fallido. En su lugar, había ahora un centenar de
elementos diferentes. Eran demasiados, incluso después de que Dimitri
Ivanovich Mendeleiev (1834-1907) propusiera una forma muy elegante de
ordenarlos: el sistema periódico.
Por
esa misma época comenzaba a ponerse en duda la indivisibilidad del
átomo. Los avances de la Física habían llevado a descubrir partículas
más pequeñas que los átomos, que aunque parecían formar parte de éstos,
podían desprenderse espontáneamente o mediante dispositivos adecuados.
Pronto se vio que la estructura de todos los elementos podía explicarse
en función de sólo tres partículas elementales: el electrón, el protón y
el neutrón.
Parecía, por
consiguiente, que el problema quedaba resuelto. Había tantos tipos de
átomos diferentes, porque no eran realmente elementales. Los verdaderos
bloques básicos del universo, las partículas elementales, eran, en
cambio, muy pocas.
Sin
embargo, entre los años treinta y sesenta, a medida que aumentaba la
potencia de los instrumentos (aceleradores de partículas), la historia
se repitió [8]. El número de partículas elementales descubiertas comenzó
a crecer de forma desmesurada: positrón, neutrinos, muones, mesones de
diversos tipos... Los bloques básicos del universo volvían a ser
demasiados. Se hacía necesaria una nueva reducción, un nuevo cambio de
nivel.
La eterna búsqueda de los fundamentos de la materia
Hacia
1962, Murray Gell-Mann (premio Nobel de Física 1969) propuso que seis
partículas, llamadas leptones (el electrón, el muón negativo, la
partícula tau y los tres neutrinos), junto con sus antipartículas
correspondientes, son realmente elementales, pero todas las demás están
formadas por la unión de unos pocos bloques aún más básicos, a los que
dio el nombre de quarks, término acuñado por James Joyce [9]. Su teoría
se ha confirmado espectacularmente en los últimos años. Hoy se conocen
seis tipos diferentes de quarks, que reciben los nombres arbitrarios de
up, down, strange, charm, top y bottom (arriba, abajo, extraño, encanto,
cima y fondo). De nuevo disponemos de un número reducido de bloques
básicos (doce) ordenados en dos tipos y tres familias:
------------------------------------------------------------------------
| | LEPTONES | QUARKS |
|------------|---------------------------------|-----------------------|
|FAMILIA I | electrón |neutrino del electrón | arriba | abajo |
|------------|----------|----------------------|-----------|-----------|
|FAMILIA II | muón |neutrino del muón | extraño | encanto |
|------------|----------|----------------------|-----------|-----------|
|FAMILIA III | tau |neutrino del tau | cima | fondo |
|----------------------------------------------------------------------|
¿Volverá
a repetirse la historia? ¿Asistiremos a una proliferación imparable de
leptones y de quarks, como ya sufrimos la proliferación de átomos y de
partículas elementales? ¿Será preciso buscar un cuarto nivel, aún más
profundo, de bloques fundamentales de la materia?
En
todo esto se oculta un problema de fondo que no se va a resolver con el
descubrimiento de posibles niveles aún más profundos. Dicho problema
puede expresarse así: cada nivel explica lo que ocurre en el nivel
inmediatamente superior, pero no explica los sucesos que ocurren en su
propio nivel, simplemente los describe, y para conseguir esa
explicación, se precisa de un nivel inferior al suyo.
Así,
la física atómica explica los fenómenos químicos, pero no la existencia
del átomo, sólo la describe. A este nivel detectamos que la masa del
átomo de carbono es unas doce veces mayor que la del átomo de hidrógeno,
pero no sabemos por qué.
En
el nivel siguiente, la física nuclear explica el comportamiento de los
átomos, pero se limita a describir las partículas elementales. Sabemos
que éstas tienen ciertas propiedades, pero no por qué las tienen. Por
ejemplo: un núcleo de carbono contiene seis protones y seis neutrones,
mientras que el de hidrógeno sólo tiene un protón. Esto explica por qué
la masa del primero es doce veces mayor que la del segundo. En cambio, a
este nivel no podemos explicar por qué el protón tiene carga eléctrica
positiva y el neutrón no la tiene, sólo podemos constatarlo.
Para
explicar esto necesitamos pasar al nivel siguiente, la teoría de los
quarks, que nos dice que un protón está formado por dos quarks arriba
(cada uno con una carga eléctrica 2/3 la del protón) y un quark abajo
(con carga eléctrica -1/3). Así, la carga total del protón resulta ser
2/3+2/3-1/3=1. El neutrón, en cambio, está formado por dos quarks abajo y
uno arriba, por lo que su carga total es 2/3-1/3-1/3=0. En cambio, la
teoría de los quarks no explica (sólo describe) por qué cada quark tiene
la carga eléctrica que tiene. Dado que aún no disponemos de una teoría
más profunda, aquí se acaba la historia, por el momento.
Cualquiera
que sea la profundidad de nuestros conocimientos, siempre llegaremos a
un nivel, provisionalmente el último, que explica lo que ocurre en todos
los anteriores, pero no es explicado por ninguno, sólo puede
describirse. Es cierto que la ciencia avanza, aunque no continuamente,
pero quizá su carrera no tenga fin. Ante esta situación, algunos
científicos han llegado a la conclusión de que el problema no tiene
solución definitiva. El cosmos podría estar construido sobre un número
infinito de niveles cada vez más profundos, con lo que la búsqueda de
explicaciones no terminará nunca. Jamás llegaremos a saberlo todo sobre
el mundo que nos rodea.
La incertidumbre cuántica
La
cuestión puede ser aún más compleja de lo que parece a primera vista.
Desde la década de 1920, una nueva teoría física ha revolucionado
nuestra comprensión del universo, que resulta ser más asombroso y
paradójico de lo que se creía.
La
Mecánica cuántica [10] comenzó demostrando que las partículas
elementales, además de ser bloques fundamentales de la materia, se
comportan también como ondas. No se trata de una mera hipótesis, sino de
una afirmación susceptible de demostración experimental, que tiene
aplicaciones prácticas inmediatas, como el microscopio electrónico.
La
segunda sorpresa la proporcionó el principio de incertidumbre de
Heisenberg, que afirma que es imposible conocer con precisión absoluta
todas las propiedades de una partícula, porque el mero hecho de afinar
la medida de una, aumenta la incertidumbre sobre otra. Si detectamos con
enorme exactitud la posición de un electrón, perdemos automáticamente
precisión sobre su velocidad (lo que significa que no sabemos dónde
estará el electrón un instante después). Así cayó por tierra la visión
determinista del universo, que en expresión de Laplace dice: Si
conociésemos con precisión arbitraria la posición y la velocidad de
todas las partículas en el principio del universo, podríamos predecir su
desarrollo futuro hasta el fin de los tiempos. El principio de
incertidumbre nos asegura que el antecedente de esta proposición
condicional es imposible. Por tanto, la evolución del universo es
intrínsecamente impredecible.
En
tercer lugar, la Mecánica Ondulatoria (formulación de Schr”dinger de la
Mecánica Cuántica) nos obliga a abandonar definitivamente el
determinismo, sustituyéndolo por una interpretación esencialmente
probabilista de los fundamentos del universo. De acuerdo con esta
teoría, no sólo es imposible conocer con precisión arbitraria la
posición, la velocidad y otras propiedades de una partícula, sino que,
antes de realizarse una medida, ninguna de esas propiedades tiene
sentido, pudiendo hablarse únicamente de la probabilidad de que la
partícula se encuentre en cierta posición o posea cierta velocidad o
cierto espín (dirección de su momento magnético). Además, el concepto de
probabilidad que se aplica es más riguroso que el que usualmente
utilizan los estadísticos. No se trata de que, entre miles de
electrones, el cincuenta por ciento tenga espín positivo y el otro
cincuenta por ciento lo tenga negativo, sino que cada electrón
individual tiene simultáneamente, en potencia, los dos valores, positivo
y negativo, y no tomará uno de ellos definitivamente, con un cincuenta
por ciento de probabilidad, hasta que un observador externo (un ser
humano, por ejemplo), realice una medida para detectarlo. En ese
momento, la situación de superposición de estados colapsa en uno de
ellos con la probabilidad indicada.
Las
consecuencias de la Mecánica Ondulatoria para la visión tradicional del
mundo son devastadoras, pues provocan una interacción inesperada entre
los niveles microscópico y macroscópico del universo que da lugar a
paradojas extrañas, como la del gato de Schr”dinger, propuesta en 1935
por el autor de la Mecánica Ondulatoria [11]:
Supongamos
que introducimos un gato en un recipiente perfectamente sellado y
aislado de toda influencia externa. Dentro del recipiente se encuentra
un átomo radiactivo que tiene un cincuenta por ciento de probabilidades
de descomponerse, emitiendo una partícula radiactiva. Si lo hace, un
detector atrapa la partícula emitida y provoca la ruptura de una cápsula
de ácido cianhídrico, con lo que el gato morirá. Pero si el átomo no se
descompone, el gato seguirá vivo. De acuerdo con la Mecánica Cuántica,
el átomo radiactivo se encuentra simultáneamente en los dos estados
hasta que algún observador externo provoque el colapso probabilístico en
una u otra dirección, lo que significa que el gato estará
simultáneamente vivo y muerto hasta que alguien abra el recipiente para
mirar en su interior.
Incapaz
de aceptar el abandono del determinismo, Albert Einstein expresó su
escepticismo hacia la Mecánica Cuántica con la frase tantas veces
citada: Dios no juega a los dados [12] y dedicó muchos esfuerzos a
tratar de echarla abajo. Paradójicamente, sus intentos sólo sirvieron
para consolidarla. El más ambicioso fue la paradoja EPR, llamada así por
las iniciales de sus autores, Einstein-Podolsky-Rosen, que la
publicaron en 1935. En una de sus formas, esta paradoja dice lo
siguiente:
Supongamos que un
acelerador lanza simultáneamente, en direcciones opuestas, dos
partículas de espines magnéticos contrarios. De acuerdo con la Mecánica
Cuántica, las dos partículas tienen simultáneamente una superposición de
los dos estados posibles (espín positivo y negativo) con una
probabilidad del cincuenta por ciento. En cualquier caso, sus espines
serán opuestos. Mucho tiempo más tarde, cuando las dos partículas están
separadas por distancias enormes, realizamos una medida sobre el espín
de una de ellas y detectamos, por ejemplo, que es positivo. En ese mismo
instante, quizá a años-luz de distancia, la superposición de estados de
la partícula gemela debe colapsar al espín opuesto (negativo), aunque
la información de que se ha realizado la medida no pueda llegar
instantáneamente, ya que no puede transmitirse más deprisa que la
velocidad de la luz. La realidad de la paradoja EPR fue comprobada
experimentalmente por John Stewart Bell en 1964 [13].
Nos
encontramos, por consiguiente, en una situación curiosa: la Mecánica
Cuántica, que pretende explicar la estructura microscópica del universo,
depende a su vez, para pasar de potencia a realidad, de la existencia
de observadores macroscópicos. Tal vez, después de todo, no hace falta
un número infinito de niveles para explicar el universo, sino sólo unos
pocos, el último de los cuales se explicaría, a su vez, en función del
primero. Quizá podríamos representar gráficamente esta situación
mediante el antiguo símbolo alquímico de Uróboros, la serpiente que se
devora a sí misma.
El tiempo irreversible
La
ciencia griega alcanzó cotas inigualadas durante la segunda mitad del
primer milenio antes de Cristo, pero también se introdujo en algunos
callejones sin salida, que acabaron provocando su estancamiento. Un
ejemplo fue su incapacidad de aceptar la existencia de magnitudes
irracionales, lo que condujo a problemas irresolubles, como la
cuadratura del círculo o la asignación de un valor racional al número
pi, que tanto tiempo y esfuerzos desperdiciaron. Otro ejemplo fue la
obsesión por la explicación geocéntrica del universo, que sumió en el
olvido intentos como el de Aristarco de Samos (h.310-230 a.C.)
Estamos
tan orgullosos de nuestros avances científicos, que en el siglo XVIII
inventamos el mito del progreso indefinido. Los pensadores modernos
hablan y actúan a menudo como si el desarrollo científico futuro tuviese
que continuar indefectiblemente de forma imparable. La Historia, sin
embargo, no garantiza ese resultado. El progreso científico se ha
detenido más de una vez a lo largo del camino de las civilizaciones, y
podría volver a hacerlo.
Algunos
[14] piensan que ya estamos cerca de ese momento, porque pronto
llegaremos a saberlo todo y no quedará nada por descubrir. Otras veces
se ha cometido este mismo error, notoriamente a finales del siglo XIX,
cuando la predicción del fin inminente de la Física fue
espectacularmente desmontada por las dos revoluciones de principios del
siglo XX: la Relatividad y la teoría cuántica. Pero la ciencia también
podría detenerse porque se meta en uno o más callejones sin salida, como
ocurrió con los griegos. Quizá estamos ya atascados, sin saberlo, en
más de un problema científico.
Me
parece que la ciencia actual está bloqueada en dos cuestiones que
podrían convertirse, si no lo han hecho ya, en uno de estos callejones
sin salida: la primera es la dificultad de los físicos para aceptar la
irreversibilidad del tiempo; la segunda es la resistencia de los
psicólogos y los biólogos a reconocer la realidad de la libertad humana,
la voluntad libre. Los dos casos son semejantes, pues nuestra
percepción y sensibilidad se enfrentan a las teorías científicas que,
desde Newton y Freud, respectivamente, consideran esas percepciones como
ilusiones subjetivas, carentes de realidad, y se empeñan en rechazarlas
a pesar de la experiencia común contraria de toda la humanidad.
La
ciencia experimental se basa en las percepciones humanas, directas o
amplificadas por medio de instrumentos. Resulta contradictorio negar la
realidad de algunas percepciones, considerándolas ilusorias, porque se
oponen a las teorías. Se transgrede así uno de los principios
fundamentales del método científico, que da a los experimentos
(percepciones) prioridad sobre las teorías.
En
Física, la mayor parte de las ecuaciones y teorías consideran el tiempo
estrictamente reversible. Si sustituimos t por -t en esas ecuaciones
(es decir, si invertimos la dirección del tiempo) no se observa ninguna
diferencia cualitativa. Los físicos han tenido siempre la sensación de
que no debería haber diferencia alguna entre el pasado y el futuro. Pero
existe una excepción, una ley única, aunque muy importante, que
estropea la limpieza de la reversibilidad del tiempo: el segundo
principio de la Termodinámica.
Reconocido
oficialmente desde mediados del siglo XIX, este principio ha venido a
convertirse en algo así como la oveja negra de la familia, de cuya
existencia muchos físicos se sienten, en el fondo, avergonzados. A veces
se intenta paliar el problema afirmando que la diferencia aparente
entre el pasado (que conocemos) y el futuro (que se nos aparece abierto y
desconocido) puede ser un simple resultado de la introducción en las
leyes físicas deterministas de componentes aleatorios y procesos sujetos
a la Estadística.
Quizá nos
hace falta un cambio radical de paradigma, que abandone la
reversibilidad teórica del tiempo, implícita en las teorías de Newton y
de Einstein, y realice un cambio tan revolucionario como en su día
supuso la Relatividad respecto a la Mecánica clásica.
Determinismo, aleatoriedad y libertad
Pasemos
ahora a la segunda cuestión, la voluntad libre. Los científicos
materialistas consideran evidente que la libertad humana no existe; que
estamos totalmente determinados por nuestros genes, o por el ambiente en
que nos movemos y nos han educado, o por ambas cosas a la vez; que la
sensación que tenemos de ser libres es un epifenómeno, una apariencia,
una ilusión. Aunque las palabras han cambiado, no se trata de una
postura nueva, pues se remonta a los orígenes de la humanidad: Todo está
escrito. Somos esclavos del destino.
A
esto se opone un consenso general de la humanidad que no se basa en
teorías científicas ni en razonamientos cuidadosos, sino en nuestra
propia percepción: nos sentimos dueños de nuestros actos y capaces de
tomar decisiones basadas en la lógica y la ponderación de alternativas,
más bien que determinadas por el juego de fuerzas ciegas sobre las que
no tenemos control. Esto es palpable, de mil formas distintas, en el
lenguaje corriente, que los mismos materialistas utilizan
constantemente, contradiciendo en la práctica sus teorías. En palabras
de Samuel Johnson: Señor, sabemos que nuestra voluntad es libre, y ahí
se acaba la cuestión [15].
Para
los que creemos que la vida no se acaba definitivamente con la muerte,
la cuestión de la voluntad libre es crucial, pues de nuestras decisiones
actuales dependerá nuestro porvenir. Cada vez que haces una elección,
estás convirtiendo tu parte central, la que escoge, en algo un poco
diferente de lo que era. Si consideras tu vida en conjunto, con todas
sus innumerables elecciones, toda tu vida estás convirtiendo esta cosa
central, bien en una criatura celestial que está en armonía con Dios,
con las demás criaturas y consigo misma, bien en una que está en estado
de guerra y odio contra Dios, con el prójimo y consigo misma. El cielo
consiste en ser una clase de criatura... Ser la otra significa locura,
horror, idiotez, rabia, impotencia y soledad eterna. Cada uno de
nosotros progresa en este momento hacia uno o el otro estado [16].
Es
cierto que nuestra libertad dista mucho de ser perfecta, que existen
fuerzas que nos empujan, que tiran de nosotros, que nos mediatizan, pero
también es verdad que, ante cualquier alternativa, por nimia que sea,
estamos convencidos de que la última palabra es nuestra. Los
materialistas suponen que, una vez descontadas todas las fuerzas que nos
influyen, no queda nada; el consenso de la humanidad coincide en que
nos queda al menos un residuo de libertad, sin el cual no tendrían
sentido conceptos como culpa, moral, responsabilidad, justicia, y tantos
otros que hacen posible la vida en sociedad.
Todo
esto se remonta a la vieja disputa entre los filósofos dualistas
(Platón, Aristóteles, Descartes, etc.), para quienes el hombre es un
compuesto de cuerpo y alma, y la de los materialistas, para quienes no
somos más que materia y con la muerte se acaba todo. Podríamos pensar
que la navaja de Occam debería impulsar a los científicos a preferir la
segunda teoría, pues recurre a una sola entidad, mientras el dualismo
alma-cuerpo precisa dos. Pero hay que recordar que el principio de la
parsimonia distingue entre dos explicaciones diferentes del mismo
fenómeno, y la postura materialista no explica nada, pues se limita a
negar la realidad de nuestra percepción de nosotros mismos. Para el
materialismo especulativo, la afirmación de que el mundo material es lo
único que existe y basta para explicarlo todo, es un axioma, pues no
puede demostrarlo. Todo lo que parezca contradecir este principio, como
ocurre con la voluntad libre, se considera automáticamente ilusorio e
inexistente. El procedimiento dista de ser ejemplar, desde el punto de
vista científico.
Un biólogo
tan famoso como Francis Crick, descubridor de la estructura del ADN, ha
tratado de demostrar la imposibilidad del libre albedrío, aduciendo que
su existencia transgrediría el principio de la conservación de la
energía, uno de los axiomas fundamentales de la Física, que ha
permanecido incólume a través de las revoluciones del siglo XX. Al
menos, en este caso no tenemos una pura y simple negación, sino un
intento de demostración basado en razonamientos sacados de las ciencias
físicas. Su argumento dice así:
Supongamos
que un ser humano tiene que elegir entre dos alternativas diferentes de
comportamiento, A y B. Las dos acciones antagónicas se diferencian
únicamente en el disparo de una neurona. Si se elige A, la neurona se
dispara; si se elige B, no se dispara. Según Crick, si se pudiera elegir
entre las dos opciones con libertad, tendríamos una violación del
principio de la conservación de la energía, pues la energía precisa para
el disparo tendría que aparecer o desaparecer dependiendo, no de la
distribución precedente de energías, sino de una decisión tomada a nivel
macroscópico (la mente humana) por un ente inmaterial (el alma).
Desgraciadamente
para Crick, la ciencia del siglo XX ha dejado de ser determinista. Su
argumento pierde fuerza en un universo basado en las paradojas
cuánticas, sobre un vacío cargado de potencialidades. En cualquier punto
del espacio, puede surgir en cualquier momento un par de partículas
virtuales que, bajo determinadas circunstancias, pueden convertirse en
reales. Hemos visto que una de las paradojas de la Mecánica Cuántica es
la influencia inesperada de los niveles macroscópicos sobre los
microscópicos, justamente lo que Crick supone imposible en su
tratamiento de la libertad humana.
Por
otra parte, el argumento de Crick es incorrecto, pues no tiene en
cuenta los avances realizados durante el siglo XX en el estudio de los
sistemas complejos. La simulación de enjambres, por ejemplo, en los que
gran número de agentes simples interaccionan entre sí, permite detectar
comportamientos globales sorprendentemente complicados, que se llaman
propiedades emergentes, porque no son predecibles en función del
comportamiento de las unidades de rango inferior. En este contexto, la
voluntad libre podría ser una propiedad emergente de los sistemas
complejos del tipo del cerebro humano. Así como no sabemos explicar la
vida estudiando el funcionamiento de las moléculas, tampoco se puede
explicar el comportamiento humano analizando las descargas de las
neuronas, ni podrá identificarse una decisión concreta con el disparo de
una de ellas.
Una vez
excluido el determinismo como explicación del funcionamiento del
universo, podemos tener la tentación de pensar que la aleatoriedad
probabilística resuelve perfectamente el problema del libre albedrío.
Esto sería un error, una solución falsa, como ya señaló Kant. En
realidad, los términos del problema no son dos, situados en los extremos
de un segmento recto en una dimensión, sino tres, que forman un
triángulo en dos dimensiones. Uno de sus vértices es el determinismo, el
segundo la aleatoriedad ciega, pero el tercero es un indeterminismo
ordenado y razonado, que no puede explicarse en función de los otros
dos, aunque está indisolublemente unido a ellos, hasta tal punto que
resulta dificilísimo separarlos.
En
palabras de Martin Gardner: Un acto de libre albedrío no puede estar
completamente predeterminado. Tampoco puede ser el resultado de la
casualidad. De algún modo, es ambas cosas. De algún modo, no es ninguna
de las dos. Gardner cree que ...la única solución al problema de la
voluntad libre es admitir que no podemos conocer la solución... Ni
siquiera sabemos cómo hacer la pregunta. Puede que Dios lo sepa. Puede
que no. Cuando no se puede hablar, es mejor callarse [17].
Sin
embargo, cabe preguntarse si Dios habrá elegido crear un universo
basado en las paradojas y aleatoriedades cuánticas, precisamente para
que puedan surgir en él seres conscientes, capaces de actuar con cierto
grado de libertad. Creo que todos estamos de acuerdo en que un universo
poblado de seres libres es mucho más interesante que uno de autómatas, a
pesar de los riesgos que comporta. Quizá Dios juega a los dados para
que nosotros podamos elegir. Quizá Uróboros debiera ser el símbolo de
nuestra libertad.
Referencias
• [1] La Tabla Esmeralda, en Alquimia y ocultismo, Barral, 1973.
• [2] Geber, Summa perfectionis magisterii, siglo XIV.
• [3] Diego de Torres Villarroel, La piedra filosofal, siglo XVIII.
• [4] Ramón Llull, La clavícula, siglo XIV.
• [5] Nicolás Flamel, Las figuras jeroglíficas, siglo XIV.
• [6] Basilius Valentinus, Las doce llaves de la filosofía, 1609.
• [7] John Dalton, A New System of Chemical Philosophy, 1808.
• [8] Jeremy Bernstein, La décima dimensión, McGraw Hill, 1991.
• [9] James Joyce, Finnegans Wake, 1939.
• [10] M.Y.Han, La vida secreta de los cuantos, McGraw Hill, 1992.
• [11] Roger Penrose, The emperor's new mind, 1989.
• [12] Albert Einstein, carta a Max Born, 4 de diciembre de 1926.
• [13] Jeremy Bernstein, Perfiles cuánticos, McGraw Hill, 1991.
• [14] John Horgan, The end of science, Addison-Wesley, 1996.
• [15] James Boswell, The life of Johnson, 1791.
• [16] C.S. Lewis, Mere Christianity, 1952, libro 3, cap.4.
• [17] Martin Gardner, The whys of a philosophical scrivener, 1983.
• [2] Geber, Summa perfectionis magisterii, siglo XIV.
• [3] Diego de Torres Villarroel, La piedra filosofal, siglo XVIII.
• [4] Ramón Llull, La clavícula, siglo XIV.
• [5] Nicolás Flamel, Las figuras jeroglíficas, siglo XIV.
• [6] Basilius Valentinus, Las doce llaves de la filosofía, 1609.
• [7] John Dalton, A New System of Chemical Philosophy, 1808.
• [8] Jeremy Bernstein, La décima dimensión, McGraw Hill, 1991.
• [9] James Joyce, Finnegans Wake, 1939.
• [10] M.Y.Han, La vida secreta de los cuantos, McGraw Hill, 1992.
• [11] Roger Penrose, The emperor's new mind, 1989.
• [12] Albert Einstein, carta a Max Born, 4 de diciembre de 1926.
• [13] Jeremy Bernstein, Perfiles cuánticos, McGraw Hill, 1991.
• [14] John Horgan, The end of science, Addison-Wesley, 1996.
• [15] James Boswell, The life of Johnson, 1791.
• [16] C.S. Lewis, Mere Christianity, 1952, libro 3, cap.4.
• [17] Martin Gardner, The whys of a philosophical scrivener, 1983.
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